Ya
casi llegaba. Tan solo quinientos metros le faltaba. Tan cerca, tan lejos. Ya
se veía el castillo, grande, oscuro, lleno de cuervos revoloteando en sus
cúpulas. Una gruesa capa de musgo cubría la base de la gran estructura. El gran
caballero sacó su espada. No quería ser atacado por sorpresa y no tener
defensa. Raros ruidos se escuchaban a lo lejos. Parecía una tormenta. Nada
importante.
El
valiente ingresó al tenebroso recinto, con aires de victoria. Presentía que iba
a triunfar, sea cual sea la circunstancia.
Subió
las escaleras. Nada. Pasillos iluminados con antorchas eran las únicas cosas
apreciables en el castillo. La soledad reinaba en el ambiente.
Tranquilamente,
el hidalgo guardó su espada y continuó su camino hasta la cúpula principal. No
faltaba demasiado. El noble caballero era lo suficientemente ágil para llegar
allí en un santiamén.
Al
llegar, notó que era más grande de lo que aparentaba. Parecía un salón de
baile. Se imaginó que danzaba con una bella princesa que él mismo había
rescatado. Ella era hermosa, cabellos dorados, ojos de cielo, finas manos,
melodiosa voz, con aroma a azufre… ¿Azufre? Un estruendoso ruido dejó sordo por
un momento al joven valeroso. Al alzar la vista solo pudo ver un menjunje de
escamas verdes y marrones destrozando el techo. Allí estaba. El monstruo más
temido por el pueblo, el causante de tantos desastres. Era él. Sí, él. El
dragón. El horrible reptil lanzaba
llamas de sus fosas nasales. Era casi imparable. Casi. El caballero recordó que
su amigo, el mago Nacca, le había concedido un poder a elección, el cual podía
requerir al decir las palabras “Yo deseo tener el poder de”.
Mientras
el noble pensaba seriamente qué poder necesitaba, el dragón acercaba su nariz
sutilmente. Quería incinerarlo, acabar con él, para poder dominar el pueblo a
su manera. Cuando lo tuvo suficientemente cerca, el caballero corrió
rápidamente a un lugar más seguro. El temible animal no puedo ver donde se había
escondido.
Mientras
tanto, el caballero lo observaba desde su escondite. Lo analizaba. Quería
encontrar su punto débil, y lo encontró. En el centro del pecho del animal
había un pequeño agujerito donde se veía una leve flama. De allí nacía su
fuego. Debía atacar allí, y ya tenía pensado qué poder elegiría. “Yo deseo
tener el poder de arrojar agua por mis dedos" dijo el valiente. Salió de
su zona segura y enfrentó al dragón. Éste comenzó a incendiar el lugar. Ahora
sí estaba en un aprieto. El noble debía apagar las llamas para luego atacar a
feroz reptil. Por sus dedos brotaban cantidades enormes de agua, tan grandes
que acabó con las llamas en un instante. El gigante de alas no podía creer lo
que veía. Se paralizó. El hidalgo notó esto y lentamente se acercó a él,
luciendo una pequeña sonrisa. Se acomodó para atacar, ya que debía llegar al
centro del pecho del dragón. Comenzó a arrojar litros y litros de agua. Faltaba
poco. Muy poco. De repente, el agua dejó de salir, el dragón desapareció y el
castillo comenzaba a desvanecerse. El caballero se asustó y trató de escapar,
pero ya era tarde. Ya nada había allí.
Su
madre había cerrado la canilla para que el niño dejara de gastar agua. No
entendía por qué mojaba el árbol sin parar.