martes, 16 de abril de 2013

La imaginación


Ya casi llegaba. Tan solo quinientos metros le faltaba. Tan cerca, tan lejos. Ya se veía el castillo, grande, oscuro, lleno de cuervos revoloteando en sus cúpulas. Una gruesa capa de musgo cubría la base de la gran estructura. El gran caballero sacó su espada. No quería ser atacado por sorpresa y no tener defensa. Raros ruidos se escuchaban a lo lejos. Parecía una tormenta. Nada importante.
El valiente ingresó al tenebroso recinto, con aires de victoria. Presentía que iba a triunfar, sea cual sea la circunstancia.
Subió las escaleras. Nada. Pasillos iluminados con antorchas eran las únicas cosas apreciables en el castillo. La soledad reinaba en el ambiente.
Tranquilamente, el hidalgo guardó su espada y continuó su camino hasta la cúpula principal. No faltaba demasiado. El noble caballero era lo suficientemente ágil para llegar allí en un santiamén.
Al llegar, notó que era más grande de lo que aparentaba. Parecía un salón de baile. Se imaginó que danzaba con una bella princesa que él mismo había rescatado. Ella era hermosa, cabellos dorados, ojos de cielo, finas manos, melodiosa voz, con aroma a azufre… ¿Azufre? Un estruendoso ruido dejó sordo por un momento al joven valeroso. Al alzar la vista solo pudo ver un menjunje de escamas verdes y marrones destrozando el techo. Allí estaba. El monstruo más temido por el pueblo, el causante de tantos desastres. Era él. Sí, él. El dragón. El horrible reptil  lanzaba llamas de sus fosas nasales. Era casi imparable. Casi. El caballero recordó que su amigo, el mago Nacca, le había concedido un poder a elección, el cual podía requerir al decir las palabras “Yo deseo tener el poder de”.
Mientras el noble pensaba seriamente qué poder necesitaba, el dragón acercaba su nariz sutilmente. Quería incinerarlo, acabar con él, para poder dominar el pueblo a su manera. Cuando lo tuvo suficientemente cerca, el caballero corrió rápidamente a un lugar más seguro. El temible animal no puedo ver donde se había escondido.
Mientras tanto, el caballero lo observaba desde su escondite. Lo analizaba. Quería encontrar su punto débil, y lo encontró. En el centro del pecho del animal había un pequeño agujerito donde se veía una leve flama. De allí nacía su fuego. Debía atacar allí, y ya tenía pensado qué poder elegiría. “Yo deseo tener el poder de arrojar agua por mis dedos" dijo el valiente. Salió de su zona segura y enfrentó al dragón. Éste comenzó a incendiar el lugar. Ahora sí estaba en un aprieto. El noble debía apagar las llamas para luego atacar a feroz reptil. Por sus dedos brotaban cantidades enormes de agua, tan grandes que acabó con las llamas en un instante. El gigante de alas no podía creer lo que veía. Se paralizó. El hidalgo notó esto y lentamente se acercó a él, luciendo una pequeña sonrisa. Se acomodó para atacar, ya que debía llegar al centro del pecho del dragón. Comenzó a arrojar litros y litros de agua. Faltaba poco. Muy poco. De repente, el agua dejó de salir, el dragón desapareció y el castillo comenzaba a desvanecerse. El caballero se asustó y trató de escapar, pero ya era tarde. Ya nada había allí.
Su madre había cerrado la canilla para que el niño dejara de gastar agua. No entendía por qué mojaba el árbol sin parar.